El nuevo pontífice León XIV no viene a terminar lo que empezó Francisco. Viene a habitar el mundo posterior. El mundo post-pandemia, post-consenso, post-verdad, post-calles llenas y templos vacíos. No le tocará reinar solamente sobre un mundo católico, sino sobre un mundo fracturado, descreído y hambriento de sentido

Aunque el nuevo Papa -estadounidense de nacimiento, peruano por vocación, agustino por convicción- no será juzgado por la tradición que representa, sino por las preguntas que sea capaz de hacerse. Porque el mundo que viene no necesita respuestas divinas, sino líderes humanos que no le tengan miedo a las complejidades.

En su pasaporte estadounidense se condensan muchas de las tensiones del siglo XXI: una potencia que domina el sistema financiero global pero que no logra suturar sus propias fracturas sociales internas. Un país que exporta cultura y armas con la misma intensidad. Una nación que nació invocando a Dios pero que hoy utiliza la fe como herramienta de identidad partidaria.

El Papa creció en ese contexto y tomó una crítica distancia de él.

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Fue alguien que supo enfrentarse a Donald Trump desde sus inicios. Denunció su política migratoria, se negó a callar ante el uso político de la religión y defendió a los indocumentados en nombre de la dignidad humana. No es casual que lo odien los halcones del Maga. Es exactamente el tipo de catolicismo que ellos temen: el que no se subordina al poder, sino que lo confronta con compasión.

Pero tiene otro pasaporte, el peruano. No es solo una formalidad. Es una elección espiritual. En el norte de Perú, en Chiclayo era “Roberto”. Allí se formó como pastor de los márgenes. Su pastoral fue una mezcla de castellano con acento y gestos sin protocolo. Lo recuerdan en cada rincón de la diócesis: en las misas rurales bajo toldos improvisados, en las procesiones con barro hasta los tobillos donde en los días de lluvia llegaba igual, manejando él mismo su viejo auto.

Atención a los símbolos: ya visitó la tumba de Francisco. Ya habló de “seguir la vía sinodal”. Ya eligió un lema: “In illo uno unum” que significa “En Él, somos uno”. Lo que Robert Prevost grita es unidad. No viene a dividir y tampoco a retroceder. Su fuerza estará probablemente en la moderación firme, en la convicción sin estridencias. Sin imponer, pero sin negociar principios.

Todo pontificado se define por sus viajes. Los de León XIV dirán mucho de su agenda. Tal vez, al igual que Francisco, recorra lugares de la periferia global donde la Iglesia busca un rol insustituible: como refugio, como conciencia, como comunidad. Ahí donde los Estados fallan, la Iglesia puede ser Estado emocional. No serán visitas para la foto sino para decir incómodas verdades.

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El nuevo Papa sabe que el siglo XXI ya no es una prolongación del anterior. No basta con denunciar el capitalismo salvaje. Hay que pensar cómo sobrevivir a una humanidad gestionada por algoritmos. Por eso no sorprendió que en su primer discurso mencionara la inteligencia artificial. No como moda, sino como frontera teológica. ¿Quién decide qué vida vale? ¿Quién define el bien común cuando el bien se calcula en datos?

Ahí se jugará parte de su legado: evitar que el humanismo cristiano se archive como una reliquia de otros siglos. Insistir en que, incluso en la era de los algoritmos, el alma no se terceriza ni se programa. Y aunque mire hacia el futuro, Prevost demostró que no esquiva los temas de siempre: el rol de las mujeres en la Iglesia, la herida aún abierta de los abusos, la devastación ambiental, los millones de vidas descartadas por un sistema que ya no reconoce el rostro del otro.

Un hombre que cree que la palabra “unidad” puede cambiarlo todo, se ha asomado a uno de los balcones más simbólicos de Occidente. El nuevo pontífice es un líder que no construyó su legitimidad en Europa occidental, sino en Chiclayo. En una diócesis sin lustre, entre cocinas parroquiales, porotos y arroz.

No es el Papa de Roma. Es el Papa del mundo que viene. Con suerte, quizás logre acompañarlo mientras cambia.